Por Jorge Remes Lenicov y Eduardo Ratti * | Cada vez que emergen síntomas de crisis, se estimulan los reflejos defensivos. El triunfo de Cambiemos en 2015 no fue la principal consecuencia de esos síntomas, solo advertidos por expertos, sino del hartazgo con un estilo de gobierno. Se confió en otro estilo más razonable, menos confrontativo, posiblemente más honesto y carente de enunciados épicos.
El nuevo gobierno asumió sin informar el estado de la Nación, procurando evitar un clima ominoso. El mensaje fue combatir la corrupción y administrar honestamente la cosa pública. Los brotes verdes aparecerían a poco andar. No sucedió así. No obstante, el mismo factor político que había decidido la elección de diciembre de 2015 volvió a decidir la de octubre pasado. Después de ese triunfo, errores de gestión y la emergencia de hechos no previstos (la gran sequía y la guerra comercial desatada por Donald Trump) iluminaron la fragilidad de la situación política y económica del país.
Comenzaron a ser visibles síntomas que, hasta entonces, no había apreciado, al menos cabalmente, el hombre común. Pero no ya solo atribuidos a la “herencia recibida”. Es conocido el eslogan con que Bill Clinton movilizó a sus seguidores: “Es la economía, estúpido”. Había que poner foco en la economía; todo lo demás era accesorio. Si bien hoy en nuestro país el eje de los problemas, como en 1989 y en 2001, es el estado de la economía, y es menester acertar con las medidas económicas, podría decirse que el eslogan debiera ser: “Es la política, estúpido”.
No es el nuestro un país desarrollado en que, ante ciertos desequilibrios, homeopáticas medidas fiscales y financieras vuelven a poner las cosas en orden. El nuestro tiene una secular tendencia a los desequilibrios macroeconómicos y sociales, y una endémica ineficacia en la gestión estatal, de lo que resulta una fuerte puja distributiva que coloca al Gobierno ante un complejo arbitraje cuando la crisis es evidente para todos y esa puja torna a ser sectaria e irreductible.
En países como el nuestro, el rol del Estado debería consistir en promover el desarrollo, como objetivo principal, para adaptarse al nuevo mundo global, para crecer y reducir la pobreza. Y ello supone gobernabilidad, estrategia de desarrollo y aptitud para diseñar e instrumentar los programas.
Pero en momentos de grandes desequilibrios no bastan buenas medidas económicas; es fundamental la política para persuadir, resolver exitosamente los conflictos y para convencer a los más que el ajuste (palabra maldita de la política vernácula) significará costos compartidos y una razonable expectativa de recuperar el crecimiento a corto plazo. Se trata de adquirir capacidad para convencer al hombre común y a las organizaciones que lo representan, sobre los caminos a recorrer para progresar previendo conflictos y, cuando inevitables, arbitrándolos equilibradamente. En momentos como el presente es necesario convencer a todos, o a la mayoría, que deben resignar posiciones para que emerja una situación mejor. Esa convicción, con menor conciencia de crisis, fue clave en diciembre del 15 y en octubre del 17. Hoy esa convicción ha dado paso a la duda o al cuestionamiento liso y llano.
Las señales de crisis son ostensibles. Inflación, déficit fiscal, estancamiento económico, pobreza, balance comercial deficitario, inestabilidad cambiara. La intensidad de los reclamos sindicales, empresariales y de organizaciones sociales evidencia esa puja.
La crisis del 2001 estuvo antecedida de síntomas que mostraban la incapacidad del Estado para establecer un mínimo de orden que permitiera resolver los graves desequilibrios macro y superar el prolongado estancamiento económico y los padecimientos sociales. Entonces las señales que indicaban un fin de ciclo no fueron atendidas por muchos dirigentes políticos y, muy especialmente, por el presidente Fernando de la Rúa.
Fue la salida de esa crisis la que mostró hasta qué punto las medidas adoptadas por el plan de emergencia puesto en acción al comienzo de la presidencia de Eduardo Duhalde pudieron ser eficaces porque se adoptaron en el marco de una serie de compromisos que le dieron cauce. Hubo acuerdos en el Congreso que permitieron la sanción de la ley 25561, fundamento jurídico del programa económico de emergencia. Hubo un acuerdo fiscal con los gobernadores, que a su vez permitió sancionar la ley de presupuesto que no había podido aprobar la gestión De la Rúa el año anterior. Pero también fueron fundamentales los acuerdos alcanzados con sindicatos, empresarios, organizaciones sociales y la Iglesia.
Sin esos acuerdos la puja distributiva hubiese frustrado el programa de emergencia e impedido la superación de la crisis. Hoy si bien la situación es compleja, no tiene la gravedad de la de diciembre de 2001. Pero, también ahora, para superarla, es necesario negociar y acordar con todos los sectores que compartan la convicción de que es imprescindible garantizar la gobernabilidad y volver a crecer. De lo contrario, ganarán los que procuran la desestabilización; minoritarios pero virulentos.
Los desequilibrios macroeconómicos y sociales que hoy muestran sus peores efectos estaban, sin ser advertidos por el hombre común, presentes en diciembre de 2015. Pero continúan sin resolverse y el hecho nuevo es que ahora sí hay conciencia de crisis. Debe el gobierno recuperar autoridad para evitar el agravamiento de la situación, pero ello no supone intentar enfrentarla en soledad. Debe arbitrar y garantizar acuerdos que limiten la puja distributiva.
Y sin compromisos entre los actores políticos y sociales no los habrá. No hay mayor autoridad republicana que la de quien procura, logra y cumple compromisos efectivos. No basta establecer reglas, son necesarios acuerdos razonables para que esas reglas se cumplan.
*Jorge Remes Lenicov es ex ministro de Economía de la Nación y de la provincia de Buenos Aires. Director del Observatorio de la Economía Mundial (Unsam). Eduardo Ratti es ex secretario Legal y Administrativo del Ministerio de Economía de la Nación. Socio titular de Ratti Cintas &Yacon Abogados.