Rodolfo C. Barra * | Para festejar la fecha patria el dueño de la estancia había organizado el acostumbrado locro y empanadas para todos sus aparceros. A cada uno de ellos le correspondía, por derecho consuetudinario, un lugar en la mesa. Pero ninguno de ellos quiso o pudo concurrir. Algunos tenían hijos que participaban en el acto de la escuelita rural, otros estaban engripados o ya habían tomado distintos compromisos, hasta había quien no se llevaba bien con el patrón. En realidad, ya estaban saciados. ¿Para que el festejo? ¿Para qué esa comida en común que ellos ya no necesitaban? Todos –los de mejor y los de peor situación económica- estaban ocupados gestionando sus bienes, negociándolos en el mercado, organizando la siembra, vacunando a la hacienda, todo un patrimonio que habían ganado en buena ley, en justas relaciones con el patrón. Este reflexionó: los aparceros ya tienen lo que les corresponde, pero hay otros que nada tienen. Y así mandó a sus peones a traer a la casa, incluso por la fuerza de la ley, “a los pobres, a los tullidos, a los ciegos, a los cojos” de toda la comarca, a todos los que estaban, desde siempre, marginados del gran festejo comunitario. Ellos, se dijo el estanciero, tendrán el puesto de honor en la mesa, y recibirán lo mejor del locro y de las empanadas, y se servirán del mejor vino. En definitiva, aún los más humildes (pensó) forman parte de la estancia por el sólo derecho de ser y de estar.
La lectura de ciertas noticias me movió, con todo respeto y la manera (¡que lejos!) de Leonardo Castellani, a borronear una mezcla de diversos pasajes evangélicos, de bienaventuranzas y parábolas, del “hijo pródigo”, del “banquete” y de “las bodas reales”, del “rico insensato”. Es cierto que todos ellos expresan un fuerte mensaje de Salvación –que se centra en la misericordia, sobre la que tanto nos está enseñando Francisco- pero también contienen una clara enseñanza social.
El 2017 amaneció con una noticia terrible: 8 personas (los más ricos del mundo) acumulan tanta riqueza (426.000 US$ millones) como la que se distribuye en 3.600 millones de personas, esto es la mitad de la población mundial.
El fenómeno es global. “Crece la riqueza mundial en términos absolutos, pero aumentan las disparidades”, subraya el Papa Emérito Benedicto XVI en la encíclica Caritas in veritate (“La caridad en la verdad”, CV, n° 22). “En los países ricos se empobrecen nuevas categorías sociales y nacen nuevas situaciones pobreza. En los países más pobres algunos grupos gozan de una suerte de superdesarrollo disipador y consumístico que contrasta en modo inaceptable con persuradles situaciones de miseria deshumanizante. Continúa ‘el escándalo de las desigualdades clamorosas’ (cita Paulo VI, Populorum progressio, 9). La corrupción y la ilegalidad se encuentran lamentablemente presentes sea en el comportamiento de empresarios y políticos de los países ricos, viejos y nuevos, como también en los mismos países pobres”. En nuestro país, donde la pobreza alcanza al 33% de la población y la indigencia o marginalidad al 7% (15 y 3 millones de seres humanos, respectivamente) informa el “Observatorio de la deuda social” de la Universidad Católica. Mons. Jorge Lozano, presidente de la Comisión de Pastoral Social de la Conferencia Episcopal Argentina, destaca también que tanto de ese informe como del mismo gubernamental INDEC resulta que en el año 2016, siempre en nuestro país, “el 10% más rico se quedó con el 33% de la riqueza y el 10% más pobre, con el 1,2 por ciento” (La Nación, 12/3/2017).
Veamos. Aquellos ocho individuos no ‘robaron’ esa montaña de dinero. Debemos creer que la generaron con su trabajo, con su capacidad, inventiva y osadía empresarial, conforme con las reglas del caso. Seguramente ese dinero les corresponda en justicia: dar al otro lo que le es debido (su derecho) hasta su completa cancelación. Si poseen ese dinero es porque han debido pagar una suma casi igual en impuestos, porque han dado trabajo, directa e indirectamente, porque ese dinero (que no podrá ser consumido, en cada caso, por muchísimas generaciones) se encuentra en inversiones que se destina a capital de trabajo para emprendimientos de terceros. Pero no es suficiente, sobre todo porque aún dentro de aquellos 3.600 millones de personas el reparto no es igualitario. Hay también marginación dentro de la marginación.
Hay “derrame”, pero no alcanza. El mercado es un buen instrumento para el intercambio de bienes y la generación de riqueza social. Pero no alcanza. A la “mano invisible” del mercado hay que “darle una mano”, o mejor, agarrarlo de la mano, como a los niños, para que no le erre al rumbo. El derrame se produce muy lento, seguramente porque el vaso incesantemente aumenta su capacidad, siempre con mayor rapidez que la del vertido del líquido que recibe. Si las relaciones jurídicas que produjeron tal monstruosa concentración de la riqueza
Francisco es más que definitivo en este punto. El denuncia una nueva forma de opresión y de explotación: la exclusión (Evangelii gaudium, “La alegría del Evangelio”, EG, n° 53).
“Así como el mandamiento de ‘no matar’ pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir ‘no a una economía de la exclusión y de la inequidad’. Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra en el juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del ‘descarte’ que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está afuera. Los excluidos no son ‘explotados’ sino desechos, ‘sobrantes’”.
Es una situación aún peor que la provocada por el ‘capitalismo salvaje’ del Siglo XIX. Los explotados que nos muestra el memorable film de Mario Monicelli, “Los compañeros”, no son todavía indigentes, marginales. Siquiera podían declarar una huelga. ¿Qué huelga puede declarar el desempleado?
Esto es lo que sucede en nuestro país. Los pobres de las “villa-miseria”, los jóvenes sin trabajo y sin escuela, abandonados a la droga, el pobrerío de los ranchos del interior, los sin trabajo, los sin techo. Claro que también, ahora, los que tienen trabajo y techo, cada vez más empujados desde la humildad que dignifica a la pobreza que degrada, del obrero del peronismo (agremiado, protegido, valorado) al “changuista” “lumpenizado” (a veces ni changas se consiguen) también por ciertos populismos distorsionados siglo XXI, que en Latinoamérica significan corrupción y narcotráfico. Es probable que a ello se haya referido Francisco cuando, en el Discurso al Cuerpo Diplomático ante la Santa Sede (9/1/2017), advirtió:
“Desafortunadamente, nuevas formas de ideología aparecen constantemente en el horizonte de la humanidad. Haciéndose pasar por portadoras de beneficios para el pueblo, dejan en cambio detrás de sí pobreza, divisiones, tensiones sociales, sufrimiento y con frecuencia incluso la muerte”.
El mismo resultado es también provocado por las nuevas versiones del capitalismo salvaje. Sigue Francisco (EG, 54):
“En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del ‘derrame’, que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando”.
Es que no todos los bienes admiten ser intercambiados en el mercado conforme con las reglas de la estricta justicia conmutativa. Esto no quiere decir que el mercado sea un método erróneo en orden a la distribución de gran parte de los bienes que se intercambian tanto en las comunidades estatales como en las regionales y en la internacional. Mucho menos pretende afirmar que tales intercambios no deban concretarse conforme con las exigencias de la denominada “justicia conmutativa”. Simplemente significa que el mercado es insuficiente en tanto que, primero, es incapaz de contener a todos los bienes que se intercambian dentro de las comunidades organizadas; segundo, porque hay bienes que no son transables o intercambiables, y deben ser protegidos, y en su caso adjudicados, conforme con otros criterios y valores.
Esto ya lo había advertido Juan Pablo II en la encíclica Centesimus annus ( “El centenario”, n° 34):
“Da la impresión de que, tanto a nivel de naciones, como de relaciones internacionales, el libre mercado es el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades. Sin embargo, esto vale sólo para aquellas necesidades que son ‘solventables’ con poder adquisitivo, y para aquellos recursos que son ‘vendibles’, esto es capaces de alcanzar un precio conveniente. Pero existen numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado. Es un estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas fundamentales y que perezcan hombres oprimidos por ellas…Por encima de la lógica de los intercambios de los bienes equivalentes y de los tipos de justicia que le son propias, existe algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad. Este algo debido conlleva inseparablemente la posibilidad de sobrevivir y de participar activamente en el bien común de la humanidad”.
Con relación a los bienes “transables”, como vimos, el mercado es un mecanismo de intercambio razonablemente eficiente (menores costos comunitarios en el intercambio, incluyendo la fijación del precio de los productos que se intercambian por dinero ) y razonablemente eficaz (mayor frecuencia de suceso en el intercambio), siempre comparado con las economías pre capitalistas y las contemporáneas que sustituyen, total o parcialmente, al mercado a través de mecanismos de planificación centralizada imperativa, regulaciones e intervenciones estatales excesivas, ampliación exagerada del sector público de la economía.
Desde esta perspectiva, y siempre con relación a los bienes transables, el mercado (el sector privado) regido por la autonomía de la voluntad (contrato libre) debe ser el mecanismo principal -no necesariamente el único- de la circulación de la riqueza, mientras que a la intervención estatal le corresponde un rol subsidiario.
Recordemos a Pio XI en la Quadragesimo anno (“En el cuadragésimo aniversario”, n° 79):
“…sigue… en pie y firme en la filosofía social aquel gravísimo principio inamovible e inmutable: como no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, asi tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero destruirlos y absorberlos”.
El rol del Estado no se limita a dar subsidios, empresariales o personales (todos ellos siempre deberían ser excepcionales), tampoco a ser empresario (cometido también excepcional, en muchos casos es un empresario ineficiente e ineficaz; un verdadero derroche en manantial de los dineros públicos). En todos estos casos el papel del Estado es subsidiario porque actúa en ayuda del sector privado.
Pero al Estado le corresponde un rol principal, esto es la creación e imposición del marco jurídico como elemento propio de la misma causa formal de la comunidad organizada, esto es la autoridad en tanto que centro último de poder y fuente organizativa (Estado) de aquella.
El marco jurídico supone (entre otras condiciones) : a)reglas claras de derecho privado y de derecho público; b) razonable permanencia de tales reglas; c) Poder Judicial independiente; d) jurisprudencia razonablemente sostenida en el tiempo. Aún así, el derrame no se producirá por si sólo.
Ya Juan Pablo II (CA, n°….) advertía que el principio de subsidiariedad necesita y debe ser complementado, perfeccionado con el principio de solidaridad,
“…poniendo en defensa de los más débiles, algunos límites a la autonomía de las partes que deciden las condiciones de trabajo, y asegurando en todo caso un mínimo vital al trabajador en paro”.
Dejamos así el ámbito de la justicia conmutativa (la propia del mercado) para avanzar en el de la justicia distributiva (obligación del Estado de distribuir el Bien Común de manera proporcional, mediante prestaciones ajenas a la regla de la autonomía de la voluntad, es decir, ajenas al mercado) y de la más perfecta todavía, que es la justicia denominada general, legal o del Bien Común, que es la que obliga a ordenar todas nuestras acciones en pos del Bien Común. A esta última, el legislador estatal puede asegurarla a través tanto de normas subsidiarias y dispositivas (respetando la voluntad de las partes en las relaciones de justicia conmutativa) como mediante normas del orden público, de aplicación directa e imperativa aún en las relaciones conmutativas. Así la regulación (p.ej, condiciones básicas del contrato de trabajo) , el servicio público, la policía administrativa (p.ej., policía del trabajo).
La justicia distributiva y la justicia del Bien Común, indudablemente, impulsan el “derrame”, equilibrando la velocidad y caudal del vertido del líquido con la capacidad del vaso. En este sentido es cierto lo que sostienen economistas como Schumpeter: las condiciones de vida son mejores (en general, y dejando de lado ciertas importantes cuestiones) hoy que hace 500 o 700 años atrás. Pero al argumento le falta un complemento trascendental: las condiciones de vida son mejores porque, sobre la revolución productiva producida por el capitalismo, se afirmó la revolución distributiva impuesta por el Estado. Creo que hay elementos para dudar que el siervo de la era feudal vivía –en un sentido absoluto- mejor que el obrero del primer capitalismo industrial. En realidad, en la era feudal no había suficientes medios para que el siervo viviese cualitativamente mejor. Señor feudal y siervo compartían el bajo promedio de vida, morían de las mismas pestes, eran igualmente analfabetos, sufrían la misma falta de higiene. En cambio, el obrero de la primera época del capitalismo, existiendo medios para lo contrario –en gran medida, es cierto, gracias al desarrollo producido por el capitalismo- vivía en condiciones inhumanas, sin higiene, sin salubridad, con un altísimo índice de mortalidad infantil, a pesar de que lo único que poseía era su prole, era un “proletario”. Mientras que los pobres eran cada vez más pobres, más marginados, más miserables, los ricos eran cada vez más ricos en el exuberante marco de la “belle epoque”.
Tal situación, conocida como “la cuestión social”, cambió a partir del siglo pasado. Pero se necesitaron dos guerras mundiales, las catástrofes totalitarias, la bomba atómica, el peligro del avance y triunfo del comunismo y con él la victoria soviética en la guerra fría. No hubo “mano invisible”, sino soluciones forzadas por las circunstancias, a la vez que el surgimiento de movimientos con una gran inspiración social, que han luchado por imponer la justicia en la sociedad, de afirmar, entonces, la justicia social. Así la social-democracia, especialmente el social-cristianismo en sus diversas vertientes, y sobre todo la fuerza del movimiento obrero organizado. En nuestro país el peronismo provocó la gran revolución de la justicia social, y, depurado de sus errores circunstanciales, es el gran motor para impulsar la salida a lo que Francisco identifica como “la crisis del paradigma imperante” (Mensaje al Encuentro de los Movimientos Populares en California, 17/2/2017),
“…un sistema -señala en aquella misma ocasión- que causa enormes sufrimientos a la familia humana, atacando al mismo tiempo la dignidad de las personas y nuestra casa común para sostener la tiranía invisible del Dinero que sólo garantiza los privilegios de unos pocos”.
La justicia social es un salto cualitativo con relación al clásico orden tripartito de la justicia conmutativa, distributiva y del Bien Común. No las desconoce, ni las anula o rechaza. Por el contrario, asegura la vigencia de las tres, pero es todavía más.
Volvamos al esbozo de parábola criolla del inicio. El estanciero actúo en el marco de las relaciones conmutativas que lo vinculaban con sus aparceros. Seguramente también reservaría los mejores lugares de la mesa para los aparceros más importantes, de mejor producción, haría una distribución de los manjares proporcional a los méritos, establecería normas para el comportamiento en el banquete, para la cocción del locro, etc. Pero, aun cuando algunos o todos los aparceros concurriesen a la comida, iba a quedar afuera la peonada, el pobrerío, los que no pueden trabajar, los enfermos.
La solidaridad, que se expresa a través de la justicia social, exige otra conducta, otro sistema. Exige concebir a la justicia a la manera de los Evangelios: la justicia como ágape.
Los Evangelios -sea que se los considere como texto Revelado o, simplemente (pero nada menos), un documento fundamental de nuestra civilización judeo-cristiana- nos muestran una concepción revolucionaria de la justicia, que pone “patas para arriba” lo que se podía sostener de tal virtud desde los filósofos clásicos (pensemos en Aristóteles) hasta los positivistas (Kelsen) y contractualistas (Rawls) de nuestros días.
Recordemos que la virtud de la justicia es la constante y perpetua voluntad de dar al otro lo suyo hasta su completa cancelación. Puede concretarse, como vimos más arriba, en relaciones jurídicas de conmutación (v.gr., los contratos) o de distribución (v.gr., las prestaciones estatales) y, siempre, de adecuación u orientación de todas las conductas hacia el Bien Común (v.gr., la legislación de orden público, o la aplicación subsidiaria de las normas dispositivas). Pero la virtud “cardinal” o “moral” (la virtud es un hábito que nos orienta al bien) de la justicia, como todas las otras virtudes, incluso las denominadas “teologales” (las que nos orientan hacia el Bien Supremo y definitivo: fe, esperanza y caridad) son “transfiguradas” o transformadas cualitativamente, en su misma esencia, por la caridad, que es la “virtud de todas las virtudes” (ver San Pablo 1 Corintios.13) y que multiplica los buenos efectos de aquellas como se multiplicaron por la acción transformadora del Amor los pocos panes y peces con que los Discípulos contaban para saciar el hambre de la multitud de seguidores de Jesús, incluso de manera sobreabundante.
Este es precisamente el mensaje evangélico, que “trastorna” la idea misma de la justicia, con los alcances que veremos luego. Pero antes recordemos aquellas enseñanzas, expresadas, principalmente, en forma de parábolas, es decir, relatos que encierran verdades de distintas especies, en el caso religiosas y morales, que son vituallas para el camino de salvación.
De acuerdo con tales enseñanzas, la conducta más reconocida es la de aquél que se haga tan humilde “como un niño” y es generoso con los que así se humillan (Mt 18, 1-5) y no la de aquel que más méritos (riqueza, cultura, poder) acumule; es la del pastor con relación a la oveja perdida, la que debe ser buscada, rescatada y atendida, aunque, temporalmente, en el monte quede sola el resto de la manada (Mt 18, 12). Es una rara justicia (hasta parece absurda) donde los primeros serán últimos y los últimos serán primeros, tanto que, según ella, recibirán el mismo pago los que fueron contratados primero, y así trabajaron tiempo completo, y los que fueron contratados últimos, por lo que trabajaron sólo un rato (Mt 19,30 y Mt 20, 1-16). Se trata de la justicia del que da “de comer y beber” al hambriento y al sediento, transformando un acto de generosidad gratuito (no le debo ni su comida ni su debida, ni su vestido ni su alojamiento, tampoco mi compañía) en un acto debido, ya que esos que lo hacen serán los “justos” y los que no, los “injustos” (Mt 25, 31-46).
Una de las parábolas que quizás más gráficamente expresen esta “transfiguración” de la virtud de la justicia -que sin dejar de ser lo que es, se manifiesta también, y a la vez, como otra realidad cualitativamente superior-, es la llamada “del hijo pródigo” (Lc 15, 11-32). Recordemos que uno de los dos hijos de un rico estanciero le solicitó a su padre le anticipase la parte de la herencia que le correspondía. Hecho esto, el heredero realizó todos los bienes y se fue a otros lares, donde malgastó en farras toda la herencia hasta caer en una pobreza tan profunda que, trabajando como cuidador de chanchos para poder sobrevivir, envidiaba la comida que los cerdos disfrutaban. Recordando lo bien que se estaba en la casa del padre y arrepentido de sus estupideces, volvió allí para pedir perdón. El padre no solo lo perdonó, abrazándolo y colmándolo de besos, sino que hizo que lo vistieran con las mejores pilchas domingueras, que mataran a la mejor vaquillona para hacer un asado, donde lo sentó a su derecha, en la misma cabecera de la mesa. El hijo mayor, el que se había quedado con el padre, ayudándolo en los trabajos, ordeñando de madrugada, recorriendo los rodeos, arreglando alambradas, como cualquier peón, además de ocuparse en la administración del campo, se enojó. Invocó razones de justicia conmutativa (prestación igual a contraprestación), principios de justicia distributiva (adjudicación según los méritos) y exigencias de justicia legal (normas sucesorias de orden público), pero el padre tuvo una todavía mejor razón: concebir a la justicia como ágape (o agapé, en su origen griego), lo que la emparenta muy estrechamente con la misericordia y la caridad (etimológicamente tiene la misma raíz que “carisma” –también un don que debe transmitirse gratuitamente, recordemos la parábola de los talentos- y “caridad”).
En sentido etimológico la expresión “agapé” quiere indicar un amor de donación, de pura entrega: como enseña Benedicto XVI en la encíclica Deus caritas est (“Dios es amor”, DC) el agapé es transmisión del don recibido (cfr. nº 7) lo que, más allá de su valor místico, religioso y moral, tiene una trascendencia especial en lo social.
En nuestro lenguaje habitual “agapé” no sólo mudó en “ágape” sino que a la vez redujo su significado al de un banquete celebratorio. Pero este uso popular no se encuentra demasiado descarriado. El agapé era (y lo sigue siendo) la ocasión en donde, compartiendo la mesa, los primitivos cristianos celebraban la eucaristía, es decir, recordaban y renovaban (creemos que en una milagrosa realidad) la distribución del pan y del vino (Su Carne y Su Sangre) por Jesús en la Ultima Cena, el último banquete con sus discípulos. Aquí –anunciando la Cruz y la Resurrección- Jesús se dio, se entregó, totalmente. El don máximo, y el máximo perdón (“por don”, es decir, un acto gratuito, no debido) que el Crucificado brindó a la humanidad de todos los tiempos (Lc 23, 34).
El agapé sigue siendo un fuerte elemento cultural de nuestra civilización. Recordemos el maravilloso film “La fiesta de Babette” del dinamarqués Isak Dinensen, donde Babettte, con total gratuidad, ofrece un banquete de unidad y reconciliación (agapé) a los pobladores de un pequeño poblado danés. O bien, ya en dimensión católica, “El árbol de los zuecos” del genial Ermanno Olmi, en la escena donde el pobrecito enfermo mental es recibido en las humildísimas viviendas de los trabajadores de una explotación rural lombarda. Allí los pobres, rezando, comparten con el enfermo, más pobres que ellos, sus magros alimentos. Era, para ellos, la visita del Señor porque cada vez que daban de beber al sediento y comer al hambriento y visitaban al enfermo, con El lo hacían. Este también es un banquete, un don o donación de sí mismo. No en vano el documento de Aparecida recuerda (n° 397) las palabras de Jesus: “Cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos” (Lc 14, 13).
No debería tampoco sorprender que las dos parábolas que elegí para destacar la revolución evangélica del valor mismo de la justicia, tengan como escenario un “banquete”, una comida festiva. Allí, en el agapé, en el amor de donación, es donde se realiza la justicia transfigurada. Y esta justicia transfigurada -la justicia como ágape- es la justicia de la inclusión.
Como ya lo hemos visto, la inclusión no pasa por subsidios populistas, ni a las empresas (salvo en casos justificados de fomento; v. gr., radicación de empresas en zonas desfavorables para procesos productivos con ocupación significativa de mano de obra) ni a los individuos (salvo durante períodos de tiempo determinados y a través de mecanismos personalizados y bancarizados). La políticas de inclusión son por demás complejas. Para concebirlas y ejecutarlas no contamos con otra “mano invisible” que la caridad, entendida esta como el grado máximo de perfeccionamiento de la justicia.
“Por una parte -enseña Benedicto XVI en el n° 6 de CV- la caridad exige la justicia: el reconocimiento y el respeto por los legítimos derechos de los individuos y de los pueblos…Por otra parte, la caridad supera a la justicia y la completa en la lógica del don y del perdón”.
Aun con aquella limitación, y de manera más que provisoria, me atrevo a proponer algunos puntos de aquella política de inclusión, siguiendo la doctrina y la praxis del justicialismo querido por Perón y Evita.
1. Toda ayuda estatal debe orientarse a la generación de educación, salud, vivienda, trabajo, y sólo como excepción ayudas directas en dinero;
2. Los planes de urbanización de las “villas miseria” y de otras situaciones de marginación (planes para el nivel de indigencia) deben contemplar: la construcción de viviendas dignas, con servicios cloacales, eléctricos y de combustible; la construcción de escuelas primarias y secundarias modelo, preferentemente ubicadas en zonas que permitan la integración de los alumnos de otros niveles socio-económicos; centros de salud con dimensiones conforme con su ubicación estratégica;
3. Enérgico combate contra el narcotráfico, entendido como política de seguridad nacional, en sus etapas de prevención y represión; creación de institutos especializados para la recuperación del adicto (crear “ciudades estudiantiles” de recuperación y formación integral, según el modelo del primer peronismo);
4. Empleo de la mano de obra del mismo lugar beneficiado con el plan;
5. Programas de trabajo provisionales sustitutivos de los subsidios de desempleo. En todos los casos, tender al encuadramiento sindical de los trabajadores.
6. Promoción de la formación tecnológica e informática de los jóvenes hoy marginalizados, en los tres niveles educativos, nuevo impulso a las universidades obreras;
7. Planes generales de vivienda y de urbanización, destinados al nivel de pobreza, con las mismas finalidades que los planes para el nivel de indigencia, adaptados a la diversa situación socio-económica;
8. Paritarias conjuntas de precios y salarios, entre las confederaciones empresariales y obreras (CGT) como nivel “macro” de funcionamiento del mercado.
9. Poner en práctica efectiva lo dispuesto por el constituyente de 1994 en el art. 75.23 de la Constitución (siguiendo el precedente constitucional justicialista de 1949) en cuanto a la obligación de garantizar “igualdad de oportunidades y trato en beneficio de los niños, antes y después del nacimiento, de las mujeres, los ancianos y las personas con discapacidad
10. Por sobre todo, nuevo paradigma cultural donde la persona, el trabajo y la familia y la protección racional del ambiente desempeñen un rol central en el diseño de la política socio-económica del país, el mercado y las políticas “macro” de consumo deberán subordinarse a aquellos valores;
11. Definición de estos y otros puntos básicos (u otros mejores que los aquí propuestos) como “política de estado” resultado de un “gran acuerdo nacional” que adquiera jerarquía constitucional definiéndolo con mayor detalle en “disposiciones transitorias” con vigencia por el número de años que se acuerde.
Recordemos de nuevo a Francisco (Laudato si, “Alabado seas”, n° 16) cuando, resumiendo los puntos centrales de la encíclica, advierte acerca de “…la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, la convicción de que en el mundo todo está conectado, la crítica al nuevo paradigma (del “mercatismo” y del “consumismo”) y a las formas de poder que derivan de la tecnología, la invitación a buscar otros modos de entender la economía y el progreso, el valor propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología, la necesidad de debates sinceros y honestos, la grave responsabilidad de la política internacional y local, (la necesidad de terminar con) la cultura del descarte y (así avanzar en) la propuesta de un nuevo estilo de vida” (paréntesis agregados).
Debemos dar un giro positivo hacia un orden social justo e inclusivo, lo que exige también decir -con Francisco en la exhortación Evangelii gaudium (ns. 53-60)- “no a una economía de la exclusión”, “no a la nueva idolatría del dinero”, “no a un dinero que gobierna en lugar de servir”, “no a la inequidad que genera violencia”.
*Abogado. Ex ministro de Justicia de la Nación y Ex miembro de la Corte Suprema de Justicia.