Por Alejandro Peyrou* | El reino de Suecia, después de la II guerra mundial reconoció tener un dilema respecto al futuro de su economía. En particular en relación a sus actividades industriales. Varios gobiernos socialdemócratas previos habían colocado el nivel de salarios sueco como el más alto del mundo.
Un tema de especial preocupación era la industria automotriz: aunque no podían prever la futura competencia de Japón ni Alemania, si podían suponer que, con seguridad, USA, Francia e Inglaterra recuperarían un rol protagónico en esa actividad. Al mismo tiempo, Suecia tenía demasiada poca población para imaginar un mercado interno suficiente. El problema era, entonces como tener una industria competitiva y sustentable a nivel internacional. El altísimo nivel salarial comparativo en parte podía compensarse con costos de acero y energía relativamente baratos, pero el dilema seguía en pie.
El gobierno sueco consideró que para su sociedad era esencial mantener los altos salarios. La solución al dilema vino por proponerse fabricar los mejores automóviles del mundo, o sea que pudiesen soportar esos niveles de salario y a la vez ser competitivos a nivel internacional.
Las formas de producción fueron modificadas, eliminando las líneas de montaje para comenzar a producir fabricar en “islas de producción” donde un grupo de obreros calificados se hacían responsables de cada vehículo. Por supuesto se cambiaron los regímenes laborales y se diseñaron los nuevos Volvo y Saab. Como los nuevos vehículos eran efectivamente buenos, los Volvo pudieron tener 16,5 años de garantía, un precio alto y mucho prestigio en el mundo.
Cuarenta años después la aparición de los robots obligó a replantearse objetivos de calidad en la industria automotriz: hoy, también, los Volvo son los autos más seguros.
En cambio, en Argentina se propone usualmente, otra opción para tener competitividad: bajar salarios. Se llamaría competitividad “tracción a sangre”. El inconveniente es que esa propuesta de política no se acaba nunca: cuando se agote la mano de obra barata china (eso esta comenzando a pasar) deberemos competir con la de la India y Pakistán y más adelante con la del Continente Africano. La opción de bajar salarios es quizás compatible con muchas empresas argentinas oligopólicas o prebendarias.
No debería pensarse que la política de incrementar la competitividad de los sectores económicos del país, vía mejorar la calidad o incrementar el valor agregado, es una solución inmediata y global. Sí que esa solución debe comenzar lo antes posible.
Si hicieran falta capitales para hacerlo, el mundo está lleno de dinero para hacerlo. Y la Argentina privada, también. Los 20.000 millones de fuga anual de dólares, dan una idea. La cuestión es que la idea tenga la envergadura suficiente para crear el clima necesario. Y que las condiciones para comenzar a ejecutar los proyectos sean razonables. Por ejemplo, que haya una perspectiva de tipo de cambio real relativamente estable.
En Argentina hay antecedentes de una política para impulsar la competitividad. En el 2009, dentro del Ministerio de Agricultura, se constituyó una institución llamada UCAR (unidad de Cambio Rural) que, en los últimos años desarrolló programas para incrementar la competitividad del sector agroindustrial del Interior del país. La Institución o el gobierno consiguió financiamiento de organismos internacionales. Se comenzó a trabajar en “clusters” agrupando productores similares, organismos técnicos nacionales o provinciales, etc. Se ofreció capacitación, asistencia técnica, estudios de mercado, aportes no reembolsables para equipamiento. O sea, un plan para cada actividad, y medios para ejecutarlo. A partir de un diagnóstico consensuado. Según el BID, fue un programa exitoso.
Una parte sustantiva de esa metodología de trabajo es aplicable. Hay que tener ganas de hacerlo.
Es cierto que en oportunidades el cambio tecnológico tendrá el inconveniente temporal de algún grado de desocupación, mientras se van construyendo nuevas actividades o modificando las existentes. Sin embargo, hay muchas modernizaciones que pueden generar mucha competitividad que no tienen costos en términos de mano de obra (como cambiar variedades de nueces en Catamarca). También puede haber expansiones casi inmediatas si las expectativas en un sector en particular crecen.
Es quizás curioso que la idea elemental de mejorar la calidad de los productos o servicios sea tan difícil de entender o de proponer. Es probable que las características prebendarias y oligopólicas de parte de las empresas importantes del país sea una explicación. Y ellas tienen mecanismos diferentes para incrementar ganancias, aunque estos desde la perspectiva de la sociedad sean poco virtuosas. Tampoco ayuda una tendencia en muchos economistas que dice que lo mejor es “no hacer nada”. La idea es demasiado antigua: antes se decía “laissez faire”.
Son los gobiernos los que no deberían comprar estas ideas. En última instancia los ejemplos internacionales están a favor de la acción propuesta. Es la calidad de la industria alemana o del diseño italiano o de los tejidos de tweed artesanales de Escocia o el mismo vino francés ejemplos evidentes de resistencia a las crisis y competitividad internacional. Las ventajas del “fly to quality” para muchos sectores económicos, son obvios. En palabras de Walt Disney, “lo importante es generar mucho valor, luego se cubren los costos”.
*Economista.