Diana Lacal * | Escribo sobre mi perplejidad, acerca del presente, de nuestro presente, que me sorprende y entristece cada día. Escribo porque mi capacidad de desencanto, parece no tener fin.
Siempre la realidad social fue objeto de mis preocupaciones.
Así lo fue en mi adolescencia, en el colegio, cuando me involucraba en acciones sociales referidas siempre al mundo que me circundaba. Siempre con la pueril idea de mejorarlo.
Así lo fue cuando elegí la carrera de Sociología, ya en mi juventud, intentando entender lo que pasaba y de intervenir en el curso de lo que me parecía que podía cambiar.
Así lo fue luego durante buena parte de mi juventud, metida en la política militante de la época, que desbordaba de buenas intenciones y aseguraba que lo injusto podía cambiarse, que el curso del mundo podía ser transformado.
Los años me enseñaron que la voluntad era solo un componente del azar, de la situación, de otras muchas voluntades y de no menos imponderables.
Desarrolle una mirada crítica por encima de la ingenuidad y supe que el camino del infierno estaba lleno de buenas intenciones. Y que estas no bastaban para torcer la historia.
También aprendí que las buenas intenciones siempre van matizadas por resentimientos no tan santos y por ambiciones inconfesables.
Pasaron muchas cosas, en el país y en mi vida. Aprendí de los fracasos, vi naufragar proyectos prometedores y atravesamos el infierno de la lucha fratricida, del proceso militar, de lo inimaginable de la crueldad.
Y con la democracia volvió la terca esperanza, la ilusión machacona.
Hoy, después de muchos años de democracia, otra vez el desaire, el sabor amargo de un tremendo fracaso
Y el in imaginado infierno en pleno comienzo del siglo 21, disfrazado de epopeya me vuelve a golpear.
Hay algunas cosas que duelen tanto como aquellas desilusiones juveniles, porque se parecen a una gran mentira colectiva. Y pocos de mis compañeros lo advierten como tal.
Por eso escribo esto, quizá para aclarar, tal vez para recuperar algo de la cordura que a esta altura de la vida deberíamos tener los de mi generación.
Porque ” la política insiste y nos concierne”. Hemos sido constituidos por ella, no hay modo de escapar.
Y quizá la tristeza mayor sea no poder compartir con amigos, compañeros, pares de generación y de ideales, una visión más real de nuestro presente.
Ya casi no se puede dialogar, se baja línea, se sanciona, se declara herejía todo lo que no coincide con viejas creencias.
Porque lo real se nos escapa, se transforma en fantasma, en espectro que separa, divide, castiga, distancia.
Ahí quizá esté el punto: las creencias, las que nos dan identidad, o nos la dieron.
Pero ya no. Ya hace falta algún otro elemento para ver, para analizar, para comprender. Desmenuzar, argumentar para salir del círculo vicioso de la incomprensión. Para mirar de otro modo.
La cultura setentista
En los 70 tan mentados, qué creíamos?…
Que habíamos descubierto la llave para cambiar el mundo, que la revolución avanzaba inexorablemente y la historia circulaba en el sentido de redimir a los pobres del mundo.
Que ese curso de la historia terminaba en la utopía de un mundo más justo e igualitario y que la juventud maravillosa, en nosotros encarnada, era el sujeto transformador, el vehículo privilegiado de ese proceso.
También sabíamos que había que organizarse, que la organización vence al tiempo, que la disciplina es necesaria, que “la conducción política”, que la “comunidad organizada”, que la doctrina y la estrategia… etc., etc…
Todo un acervo conceptual y práctico para tomar ” el cielo por asalto”…
Pero como ya se ha dicho ” el camino del infierno está lleno de buenas intenciones”… y a él nos condujimos solitos… y fue un infierno de verdad.
En ese momento pocos lo vieron, algunos sí.
¿Qué vimos entonces algunos?…
Que la violencia no es lo que naturalmente “el pueblo” quiere, sino que en general aspira a algo de paz, cierta comodidad, un reconocimiento de derechos y sin duda un confort económico. Cosas así de prosaicas.
Por aquella época aún valía el esfuerzo, el sacrificio personal por el futuro.
Pero no el sacrificial inmolarse por la utopía, sino el sacrificio por el futuro de los hijos, de un lugar digno donde vivir. Lo de la utopía y el heroísmo era sólo para algunos, para los ¨jóvenes maravillosos¨.
Pero la sintonía entre ese ” pueblo” en abstracto y esa vanguardia se quebró.
No es original de la Argentina ese desfasaje entre vanguardias y masas.
Solo en pocos momentos de la historia de las revoluciones en el mundo se logra esa amalgama, con resultados diversos, siempre con costo altísimo de vidas.
Todavía subsiste, o mejor sería decir que ha resurgido en los últimos años, cierta mentalidad de vanguardia, que campea en lo que se da en llamar hoy la “cultura setentista”.
Se alude con esto a la porción de la juventud que encabezó la lucha armada, una porción importante y muy activa, pero no el todo. Sólo una vanguardia ruidosa de la que fui parte por unos años.
Pude ver a tiempo lo incongruente de ese relato, lo peligroso y clausurado de ese plan.
Lo que no admití nunca del plan era la violencia en primer lugar, y la bajada de línea, autoritaria y prepotente, no dialógica. Entre otras cosas.
La lógica de la obediencia debida, la lógica militar.
Y sobre eso quisiera alertar, aunque sé que es difícil la escucha.
Sólo decir que lo peor de todo fue el mesianismo, ese decir vistoso que escondía un profundo autoritarismo, esa lógica que dañó irremediablemente nuestra capacidad de pensar, nuestra posibilidad de construir con otros. Y lo sigue haciendo.
Ha dañado los vínculos, los amigos, los sueños y el futuro.
Advirtamos las semejanzas con la violencia y la prepotencia de hoy, no repitamos la historia.
La política siempre nos vuelve a interpelar. Analicemos el pasado sin ceguera, sin miedo a reconocer los errores, sin miedo a perder la identidad. Porque nuestra identidad no es una etiqueta, ni una nostalgia, ni siquiera los buenos recuerdos.
Tampoco es algo inalterable, no somos piedras, somos seres que cambian, que crecen, que dialogan con el mundo.
Mejor buscar identificarnos con lo honesto, lo reflexivo, lo justo, lo solidario. Y volver a tener esperanza en un mundo sin violencia, sin crispaciones, con esfuerzos conjuntos.
En verdad lo que quizá nos pueda dar alguna identidad es la humilde posibilidad de seguir creyendo que algo bueno, pequeño, aún podemos aportar a ese mundo que alguna vez creímos poder cambiar.
*Socióloga.