Por Hugo Quintana, Director de Movimiento 21 | El 17 de octubre es más que una fecha de culto político partidario: ese día de 1945 marca el inicio de un capítulo central de la historia argentina contemporánea. Ahí puede datarse el bautizo del peronismo y la emergencia de la clase trabajadora y del movimiento sindical como actores políticos y sociales relevantes. Quienes se movilizaron en esa oportunidad era una inmensa mayoría de trabajadores asalariados, conscientes de su pertenencia de clase y de la fuerza de su número y organización.
Ningún otro acontecimiento político-social argentino de la centuria pasada ha dado lugar a tanta teorización, interpretación, discusión, reflexión y apasionamiento. Tiene sus nostálgicos y también tiene sus detractores. Dejando de lado las exageraciones y los extremismos, lo cierto es que las personas que entonces marcharon y se concentraron eran mujeres y hombres argentinos que velaban por sus mejores intereses. También tenían aspiraciones de progreso, para ellos mismos y para sus familias, dentro de un país laboriosamente pujante.
Con la objetividad que da la distancia temporal a los hechos y la mesura que proporcionan los años de vida, cabe reconocer que ese proceso de inclusión y ascenso de la clase obrera tuvo un trasfondo institucional de “democracia hegemónica”, en el que ciertas formas de la tradición liberal democrática fueron relegadas a favor de la sobrevaloración del efecto plebiscitario de la victoria electoral.
Hay un denominador común que recorre al Perón de todos los tiempos: su invocación a la unidad nacional. Claramente, la trae a colación en el discurso de la noche de ese día frente a la multitud congregada en la Plaza de Mayo: “TRABAJADORES: ¡Únanse, y sean más hermanos que nunca..! Sobre la hermandad de los que trabajan ha de levantarse en nuestra hermosa Patria la unidad de todos los argentinos…”. Lo volvería a hacer en el mensaje a los argentinos del 21 de junio de 1973, inmediatamente después de su último y definitivo retorno al país.
Los principios clave en una democracia que se quiere poner a salvo de sus enemigos, regenerarse constantemente y cumplir sus promesas de mayor libertad y bienestar, son el del pluralismo y el de agenda de acuerdos políticos. Ellos nos protegerán de caer en excesos y nos llevarán a entender la lucha y la acción política, no como una guerra, sino como una disputa civilizada y una competencia pacífica de ideas y programas. Si esas actitudes de apertura y conciliación se incorporan a la cultura política y a la vida social, si la tendencia dominante es la cordura, no habrá riesgos de que prendan los virus de la intolerancia, los fundamentalismos y los fanatismos.
Si queremos progresar hacia una democracia cada vez más integral e integradora, debemos comprender que las principales virtudes políticas deben ser la apertura, la moderación y la franqueza.
Los argentinos tenemos para ahora y hacia adelante el desafío de contribuir con la prédica y la acción a que asienten instituciones de calidad democrática, y –entre ellas- el diálogo y el consenso políticos, como manera de concretar la aspiración que justifica su aparición y desarrollo históricos, y que hoy se extraña y demanda tanto: la equidad social. No pueden existir diferencias partidarias de sexo o de lo que fuere cuando el 50% de los argentinos necesitan la mano franca y tendida del otro 50%.